12 de septiembre de 2009

Gracias, Palillo...

GRACIAS, PALILLO...
(Publicado originalmente en www.decano.com circa 08/06/07)


El fútbol es casi una religión en el Uruguay. Se dice que los niños llegan al mundo con una pelota debajo del brazo. Con el tiempo, esos niños van creciendo y empiezan a soñar. Según sus gustos, intereses y fantasías, unos sueñan con ser abogados, otros maestros, algunos bomberos, aquellos veterinarios... Pero la enorme mayoría de ellos tiene un sueño en común: ser jugadores de fútbol. Y dentro de ellos, la mayoría sueña con jugar en Nacional. Así es que se calzan sus camisetas y ya se ven entrando a la “cancha” llena, aunque esa “cancha” sea un cantero de Avenida Italia, una esquina del Marconi o un campito perdido en algún pueblo del interior. El sueño es el mismo.

El tiempo les va demostrando a esos niños que fuimos todos, que el fútbol profesional es para unos pocos. Dentro de esos pocos, sólo algunos privilegiados son los que logran llegar a un equipo grande. Y en ese selecto grupo de privilegiados, hay otro núcleo, muy reducido, integrado por los más privilegiados entre los privilegiados: son los que logran meterse en el corazón del hincha. Para eso no se requiere una técnica depurada. Si de eso se tratara muchos olvidados estarían en el corazón del hincha. Lo que se requiere es algo mucho más importante que la técnica: adhesión a la causa, defender la camiseta tanto dentro como fuera de la cancha, estar dispuesto al sacrificio personal para ello y saber que lo más importante no es un jugador, sino la camiseta que defiende. Los jugadores que llegan a eso son muy poquitos. Algunos los llaman ídolos, otros caudillos. El nombre es lo de menos.

El año 1998 se presentaba para Nacional como el más importante de su historia en el aspecto deportivo. Consciente de esa situación, el club apeló a los hombres que desde sus respectivos lugares representaban lo mejor del ser tricolor. Fue así que Don Dante Iocco volvió a ocupar la Presidencia del club y Hugo De León asumió la dirección técnica. Cubiertos ambos puestos, clave en la estructura de la institución, faltaba lo más difícil: encontrar los futbolistas dispuestos a asumir el compromiso deportivo más demandante en la historia del club. Entre los que se animaron, había un flaco, alto y desgarbado, que venía del modesto Banfield argentino y al que algunos recordaban de su pasaje por Danubio. No era precisamente el jugador en el que los hinchas cifraban sus mayores expectativas, quizá porque su trayectoria anterior no lo ameritaba o porque llegó al club callado la boca, sin aspavientos ni alharacas.

Por la gloria que lleva encima, la camiseta de Nacional es la más pesada del mundo, pero ese año 98 pesaba mucho más aún. Basta recordar los primeros partidos de la temporada, tanto amistosos como oficiales, para darse cuenta de ello. La mano venía muy fea para Nacional y el comienzo del 98 parecía ir por el mismo camino. Tanto era así, que hasta la propia continuidad del cuerpo técnico estuvo pendiente de un hilo, pero ese hilo era parte de la camiseta de Nacional y aguantó, tanto que la pisada se dio vuelta con el recordado 4 a 3 sobre River Plate, remontando un 0 a 3 adverso.

En ese momento, seguramente muy pocos podían imaginar lo que aquel flaco que había llegado de Banfield, con el correr del tiempo, iba a representar para Nacional. Pero empezamos a intuirlo en los partidos más difíciles. Ese flaco casi desconocido jugaba los clásicos como si nada, como si los espíritus que impregnan la camiseta de Nacional estuvieran todos con él. Y con los años, nos fuimos dando cuenta de que lo estaban. Empezó a mandar en los partidos más difíciles y en el lugar de la cancha desde donde se dice que se empiezan a ganar o perder esos partidos. La camiseta más pesada del mundo parecía no pesarle. Menos aún le pesaba la que en esos partidos tenía en frente y todavía menos los rivales que venían con chapa de “consagrados”. Los partidos más importantes en el año más importante desde el punto de vista deportivo para Nacional, lo tuvieron entre sus protagonistas. Las copas del Apertura, el Clausura y al final la Copa Uruguaya, premiaron el esfuerzo de ese plantel y de ese flaco que al final del 98 empezó a meterse en el corazón del hincha.

En 1999, una enfermedad lo dejó fuera de las canchas durante meses y su presencia se extraño en las finales. Tanto se extrañó que Nacional no pudo ganar ese año. Pero el flaco aquel volvería por sus fueros al año siguiente y a los que vinieron después de ese. Fue el horcón del medio durante los años 2000, 2001 y 2002, y se acalambró los brazos levantando copas en Nacional. Bastaba verlo en cada festejo para darse cuenta de que era uno más de nosotros, pero dentro de la cancha. Los triunfos que ayudó a conseguir, su adhesión a la camiseta, su respeto hacia el hincha, lo fueron haciendo merecedor de un rol al que muy pocos acceden: el de caudillo. Se ganó el brazalete de capitán con sangre, sudor y lágrimas. Hasta preso estuvo por defender a trompada limpia la camiseta que amaba y dejó de lado tentadoras ofertas del fútbol extranjero por volver a vestir esa camiseta, la misma que todos soñamos ponernos alguna vez y que es la única que puede despertar una adhesión tal.

Volvió a Nacional y volvió a mandar en clásicos y en campeonatos. Como sucedía desde el 98, con él en la cancha Nacional ganó casi todos los campeonatos que disputó y forjó una racha de 10 partidos consecutivos invicto ante el tradicional rival, que hacía décadas no se producía en el Uruguay. Su corazón enorme lo hizo superar una complicada lesión de tendón de Aquiles, cuando muchos daban su carrera por terminada. Marcó la historia del club al ser el capitán del equipo que se consagró Campeón Uruguayo, el mismo año que el tradicional rival ocupó el último lugar en la tabla. El afecto y la admiración que el hincha de Nacional le profesa desde hace años se agiganta en el odio y el rencor que le guardan sus rivales, derrotados casi siempre.

Como si todo lo anterior hubiera sido poco, su constante adhesión a la causa lo hizo soportar situaciones que otros en su lugar quizá no hubieran aceptado. En muchos partidos fue al banco de suplentes, como si fuera uno más, porque la camiseta que llevaba puesta así lo imponía. Mientras “capitanes” de otros barcos decidían abandonar en medio de la tormenta, aquel flaco que había llegado en el 98 seguía ahí, firme como siempre. Y en el clásico más importante de la temporada volvió a calzarse la camiseta que no le pesó nunca. Volvió a lucir el brazalete que mereció por lo que hizo en Nacional y no en otros clubes. Con los espíritus otra vez a su lado volvió a mandar en el mediocampo y, como casi siempre, volvió a festejar un nuevo triunfo clásico, con eliminación del tradicional rival incluida. Festejó como el hincha que es y se fue como había llegado, sin aspavientos ni alharacas, como se van los grandes de verdad, los que se agigantan en la adversidad, los que no ganan el afecto de su hinchada con camisetas ajenas y los que no abandonan en las difíciles. Pero además de todo eso, que es mucho, se fue tan ganador como había llegado, con la frente en alto y mirando a sus rivales desde arriba.

La ida de aquel flaco que llegó en el 98 deja en Nacional un vacío tan grande como su propio corazón tricolor. No va a ser nada fácil llenarlo pero su ejemplo está sembrado. Varios jóvenes asoman en Nacional para seguir ese ejemplo. No será fácil para nadie ocupar el sitio que Marco Vanzini se ganó en el lugar al que todo futbolista desde niño quiere llegar: el corazón de cada hincha de Nacional que anda por el mundo. Ese lugar es para muy pocos y uno de ellos es Marco Vanzini, por siempre...

Rodrigo
Editor
(Publicado originalmente en www.decano.com circa 08/06/07)